El primer film de Tarantino narrado de forma totalmente lineal –incluso en Jackie Brown existía cierto experimento temporal durante la excelente escena del cambiazo en el centro comercial- supone ante todo un homenaje a los stunts, no solo por su implicación en el argumento a través del nostálgico personaje que encarna Kurt Russell, sino por la elección como protagonista de Zoe Bell, a quien, sin saberlo, todos llevamos años viendo actuar en la sombra. Ha sido doble en Planet Terror, Poseidon, Catwoman, Kill Bill, la serie Alias… pero apenas habíamos visto su rostro ni disfrutado abiertamente de su talento hasta esta merecida reivindicación que el realizador le concede a ella y a su nunca bien ponderada especie.

Tarantino orquesta su odisea en dos partes, como dos caras de una moneda, o mejor aún, de un viejo LP de 33 rpm. En la cara A, se sirve de una interminable y algo irritante introducción a través de las zafias y fatuas pláticas del tándem femenino protagonista para iniciarnos en su viciada filosofía terrenal; y como contrapunto a esa calculada maniobra misógina, el especialista Mike, un dinosaurio maltratado por los años que ha perdido su rol en el mundo, se erige como justiciero de la estética en medio de un entorno corrompido. Además del fetichismo sexual que el terror femenino provoca en el desequilibrado Mike, sus crímenes son casi una ejecución, una selectiva limpieza moral sobre aquellos seres considerados superfluos y espiritualmente inferiores.

Un rompedor blanco y negro marca una transición de catorce meses y el inicio de la cara B de nuestro LP, que supone un cambio de universo y también un provocativo quiebro argumental; pues el segundo grupo de presuntas víctimas presentado mediante obvios paralelismos con el primero, será el que marque le diferencia y ponga de manifiesto el patetismo del obsoleto asesino, finalmente convertido en encogida víctima de su propia impotencia cuando la nocturnidad y la suerte no le amparan. Estas dispares féminas se tornarán las heroínas de tan mundana epopeya del arrabal, doblegándose -y doblegándonos- como antes Beatrix Kiddo en el díptico de Kill Bill, ante la poética de la venganza y la lujuria implícita en el peligro y la ultraviolencia.

Pero quizá lo mejor sea dejarse subyugar por las magistralmente ejecutadas persecuciones o por la agresiva belleza del elenco protagonista, sin tomar demasiado en serio las posibles implicaciones sociales o morales encubiertas en esta delirante anarquía fílmica que idolatra las curvas femeninas, la música retro y los motores rugientes, pues la primera regla del distorsionado escenario tarantinesco es que no hay reglas; y la segunda, que todo el mundo puede encerrar dentro de sí un maníaco.