Basándose en la ancestral leyenda que dio cuerpo a
la obra de Gaup, pero trasladando la escena a la supuesta llegada
de hordas vikingas a las costas de Norteamérica en la era
precolombina, a priori se diría que Nispel contaba con
todos los ingredientes para una película memorable.
Pues bien, lo es:
- Es memorable el incesante abuso de cámaras
lentas, llegando a agradecerse la ausencia de dirección
en algunos tramos del metraje.
- Es memorable la falta de diálogos para
nada compensada por la expresividad de los actores, que brilla
por su ausencia especialmente en Karl Urban; pero dado que las
pocas frases que pueblan el guión de Laeta Kalogridis son
insulsas y manidas, casi mejor.
- Es memorable cómo mama directamente
de lo más reconocible del cine de aventuras y acción
entre las que podemos citar Conan o King Arthur
y hasta me atrevería a decir que First Blood y
Predator. Incluso recicla a Russell Means en un papel
calcado al de Chingachgook que él mismo encarnó
en El Último Mohicano.
Además de todos estos defectos, la
historia se desarrolla con tal frialdad y crudeza que no llega
a transmitir sensación alguna durante prácticamente
toda la duración de la cinta, y tal vez no sea
esto lo peor en los momentos de acción, pues al menos podemos
disfrutar de sanguinolencia sin el recalcitrante “efecto
Matrix”o las suspensiones en el aire al estilo del cine
oriental que saturan las pantallas del mundo entero.
A este ambiente de indolencia al que arrastra
el filme, ayuda la poco trabajada banda sonora de Jonathan Elías,
que se empeña en cortes de predominancia coral, pero que
transmiten tan poca emoción como los actores, y no cuenta
con una melodía reconocible ni recurrente, quedándose
en meros acompañamientos a un montaje mediocre y aburrido.
Si este material hubiera caído en manos
de Kevin Reynolds (y que conste que me conformo con él
por no pedir a John Boorman, que ya está algo mayor para
estas cosas o a John Milius, que Dios sabe dónde está)
otro gallo habría cantado.
J.J.L.S.